RAFAEL ROJAS

Durante el sexenio de Andrés Manuel López Obrador se intentó dotar al Presidente de un perfil de líder latinoamericano. Sus viajes a Centroamérica, el Caribe y el Cono Sur, así como la presidencia pro tempore de la Celac, entre 2020 y 2021, fueron acciones destinadas a ese propósito.
En los últimos días del sexenio, queda claro que ese liderazgo es, cuando menos, difuso. AMLO deja la Presidencia con relaciones tensas con varios gobiernos de la región, como los de Perú, Ecuador y Argentina, y con un repliegue del Grupo de los Tres (Brasil, Colombia y México) frente a la nueva crisis venezolana, generada por una reelección de Nicolás Maduro, hasta ahora, no verificable con información electoral primaria.
Más allá de los exabruptos en el trato con varios mandatarios de la región, AMLO condujo su política exterior buscando una inscripción en el campo de los nuevos progresismos democráticos (Lula, Petro, Boric, Arévalo), sin confrontar la línea bolivariana autoritaria (Maduro, Ortega, Díaz-Canel). También se mantuvo en buenos términos con los presidentes más moderados del bloque bolivariano: Luis Arce y Xiomara Castro.
Esa cartografía de los vínculos de AMLO con América Latina se ha confirmado en el anuncio de mandatarios que asistirán a la toma de posesión de la Presidenta Claudia Sheinbaum el próximo 1 de octubre. De acuerdo con lo informado por el equipo de la Presidenta electa, asistirán Lula, Petro, Boric, Arévalo, Arce, Castro y Díaz Canel, pero no Nicolás Maduro ni Daniel Ortega.
La ausencia de los dos líderes más abiertamente instalados en los nuevos modelos autocráticos de la región envía el mensaje de que la política exterior de la Dra. Sheinbaum continuará por esa línea del progresismo democrático, no confrontada con el bloque bolivariano. Esto último, que se asegura con la presencia de Díaz Canel, Castro y Arce, no es ajeno a un deliberado aumento de la colaboración con Maduro y Ortega, en el último tramo de AMLO, que no se perturbó por el avance de la represión contra opositores, sociedad civil e iglesias en Nicaragua o por la violación de los acuerdos de Barbados y Ciudad de México y el fraude electoral en Venezuela.
Esa corriente mediadora o tercerista entre el progresismo democrático y el autoritarismo bolivariano, que se plasma muy bien en las posiciones del Grupo de Puebla, parece ser la ruta elegida por el nuevo gobierno mexicano. Como en otros aspectos de la política doméstica o internacional, se trata de una línea continuista, aunque el estilo más mesurado o menos narcisista de la nueva Presidenta podría augurar una reducción de conflictos diplomáticos.
Una mejoría en el rendimiento profesional de la diplomacia mexicana, que tiene un reto ineludible en la estrategia de comunicación del Gobierno, sería muy saludable para los vínculos de México con una América Latina cada vez más heterogénea y polarizada. En este sexenio, el pésimo manejo comunicativo de la política exterior, desde las conferencias mañaneras, complicó más de una vez la gestión de la Cancillería.
Se ha dicho en sectores obradoristas de la opinión pública que Sheinbaum podría liderar una contención de las nuevas derechas latinoamericanas. Valdría la pena recordar que esa misión ya ha sido auto-atribuida por el flanco autoritario bolivariano (Maduro, Ortega, Díaz-Canel), que identifica como “fascista” a la nueva derecha y considera a líderes progresistas como Boric y Arévalo “cómplices del imperialismo”.
Si ese objetivo se plantea con seriedad, el Gobierno de Claudia Sheinbaum y la Cancillería que encabezará Juan Ramón de la Fuente deberán diferenciarse, en la diplomacia regional y en el lenguaje público, de la llamada “plataforma antifascista” del bloque bolivariano. De no hacerlo, abrirían la puerta a una manipulación de la postura internacional de México, que podría arriesgar sus relaciones con América Latina, Estados Unidos y Canadá.