Raúl Eduardo Bonifaz COLUMNA INVITADA

Las cantinas, a las que el enorme escritor guatemalteco-chiapaneco Carlos Navarrete llamó “casas de la contentadura” –por lo contento que salen sus visitantes– son en buena medida espacios para las genialidades. Se cuenta que un parroquiano, con un dejo de filosofía y alcohol, se levanta y se dirige a sus contertulios:
-Ustedes que son casi sabios, díganme, ¿qué hay después de la muerte?
Las respuestas y las ocurrencias no se hicieron esperar, porque las cantinas son también el dominio de la ontología, de la fenomenología, de los lances epistemológicos y de la imaginación.
Alguien respondió que después de la muerte no hay nada, que quien se muere, pues se muere y se convierte en polvo, a menos que sea un santo o una santa y se conserve como Eva Perón. Otro opinante aseguró que a la muerte le sigue un viaje, con escala obligada en el limbo, hacia el cielo o el infierno. Y por supuesto, no faltó quien citara a Dante con sus referencias a los círculos del infierno y las complicaciones del limbo o del cielo en donde moran los justos y algunos poetas. El debate continuó hacia el consenso y la idea de que nadie lo sabe y los vivos no lo sabrán nunca. En ese tiempo, nuestro parroquiano dio la respuesta:
–Después de la muerte sigue: ¡el diablito!, ¡la escalera!, ¡el músico!, ¡el violoncello!, ¡el tambor!, ¡el melón!, y… ¡la sandía!
Dejemos las casas de la contentadura y reflexionemos sobre la relación cultural de los mexicanos con la muerte. El tema, que ha inspirado a Octavio Paz, Samuel Ramos, Armando Bartra y Raúl Béjar, es más complejo que una simple metáfora o una calaverita literaria.
Las manifestaciones culturales sobre la muerte en México solamente son expresiones sobre las cuales se deberán hacer nuevos ejercicios intensivos de comprensión, aunque hay algunas líneas de coincidencia entre sus estudiosos.
Todos coinciden en que, aunque el mexicano presume no temerle a la muerte, en el fondo busca congraciarse con ella: le hace fiestas, la venera y la disfraza, porque su cercanía también es respeto.
Como lo afirma Octavio Paz, el mexicano es un convencido partidario de las fiestas y la del 2 de noviembre es una de ellas y, como en todas las fiestas de los mexicanos, los roles de los participantes se cambian. Los vivos se visten de muertos –a veces de gran belleza como las Catrinas– y a los muertos se les resucita para que compartan el pan, las calabazas y los tragos con sus parientes y amigos.
El Día de Muertos es también una obra de arte colectiva. Las máscaras, presentes desde los rituales prehispánicos, no ocultan sino revelan. Pueden ser sátira o admiración, burla o homenaje. En distintos momentos, figuras públicas han sido tema de calaveras y comparsas, porque en México, hasta la política se viste de poesía en noviembre.
La Fiesta de Muertos ha sido también la ocasión para hacer calaveras en honor de los amigos o para alusiones agresivas en contra de distintos protagonistas de la vida pública.
La mexicanidad no mira la muerte con fatalismo, sino como una parte más del ciclo natural y social. Por eso los mexicanos le cantamos, le cocinamos y brindamos. Porque en México, celebramos la vida y la memoria: un acto de amor y homenaje que nos recuerda que la vida sigue, mientras haya quien la celebre. *XXXTwitter: @Bonifaz49*
