Rafael Rojas La Razón

Un viejo imaginario monárquico atribuye a los reyes todo tipo de poderes, desde los más contundentes, ligados al ejercicio de la fuerza, hasta los más sublimes, asociados a la indulgencia, la curación o la redención. Esas antiguas creencias, descritas por Marc Bloch en Los reyes taumaturgos (1924), de gran arraigo todavía en el siglo XXI, se manifestaron en todas las dictaduras latinoamericanas.

La novela de dictadores ofrece múltiples ejemplos. En Yo el Supremo (1974) de Augusto Roa Bastos, el dictador, inspirado en Gaspar Rodríguez de Francia, el caudillo paraguayo del siglo XIX, es un jurista, teólogo y filósofo, que diagnostica las enfermedades de su pueblo. Como curandero nacional, el dictador debía manejarse con soltura en varios saberes a la vez, con el fin de recetar la medicina adecuada.

En El recurso del método (1974), del cubano Alejo Carpentier, que apareció el mismo año de la novela de Roa Bastos, el dictador, mezcla de rasgos de Porfirio Díaz y Cipriano Castro, es un afrancesado y melómano, que conoce y aplica a su pueblo las ideas evolucionistas y eugenésicas que aprende en revistas europeas. El dictador de Carpentier vendría siendo como un “científico”, que domina todas las ciencias, las naturales y las humanas, y que gracias a su sabiduría ocupa la primera magistratura del Estado.

Aquel arquetipo del dictador polímata se ha ido degradando y ramificando en los últimos años en las dos vertientes fundamentales del caudillismo regional: la del autócrata tecno-libertario y la del déspota bolivariano. El primero responde al arquetipo del versado en las criptomonedas, los misterios del mercado y las fantasmagorías de la Inteligencia Artificial; el segundo al de la magia y el espiritismo, mezclados con una buena dosis de demagogia humanista y latinoamericanista.

Como Donald Trump en Estados Unidos, Nayib Bukele en El Salvador, Javier Milei en Argentina y Daniel Noboa en Ecuador han fantaseado con cripto-utopías que acelerarían el capitalismo financiero en sus países. Dos de ellos son economistas, pero los tres son empresarios jóvenes y presentan sus ideas y preferencias en términos de políticas públicas como si estuvieran autorizadas, no por las ciencias exactas o sociales, sino por un arcano tecnológico que sólo ellos conocen.

Nicolás Maduro, Daniel Ortega y Rosario Murillo formarían parte del segundo arquetipo. Como cada año, Maduro acaba de recibir en Miraflores a los representantes de las iglesias evangélicas que, en un ritual televisado, le prometieron protección para su vida e hicieron cantos litúrgicos contra el enemigo. Murillo, en Nicaragua, ha llevado el esoterismo al punto de encabezar una persecución contra la Iglesia católica, como no se veía en décadas en América Latina y el Caribe.

Precursores de ese espiritismo fueron Fidel Castro y su discípulo Hugo Chávez. En días pasados, cuando se cumplieron nueve años de la muerte de Castro, en La Habana se desató una nueva versión del culto funerario permanente que tiene lugar en la isla desde 2016. Las redes sociales de todas las instituciones, no sólo las culturales, se llenaron de testimonios sobre los aportes de Fidel a todas las artes imaginables: la ciencia, la literatura, la medicina, la agronomía, la ganadería, el deporte… En la Venezuela oficial, Chávez es también el autor de Los cuentos del arañero y un cantante popular.

En Cuba, y en las poderosas redes del gobierno cubano fuera de la isla, ese culto al caudillo polímata dará su mayor rendimiento el año próximo, cuando se cumplan los 100 años de su nacimiento en Birán, la finca de su padre, gallego terrateniente, en la zona nororiental de la isla. Periódicos, revistas, canales de televisión y redes sociales se llenarán de tópicos sobre la grandeza del Comandante. Una grandeza que debe su excepcionalidad y, sobre todo, su justificación de casi 50 años al mando de Cuba, al dominio de esos saberes.