Sergio Faz presenta una novela cruda, familiar, de cambios y transformaciones

Isabel Nigenda
Noticias

«Las palabras como el aire son lo divino y la vida es un solo latido que no poseemos y se pierde. La vida es un temblor, una caída a ojos cerrados que pasa como pasan los días, las noches, los veranos y los inviernos. La vida, fugaz pajarillo que siempre pasará, late angustiada en el desasosiego, sin que sepamos qué hacer para detener su brevedad, qué hacer para que no se vaya en un suspiro.»
Un día de mayo la noticia que nadie desea escuchar llega: ha muerto la madre. Sí, la persona más importante, quien engendró, crio y educó. Ella no está más. Ahora ¿qué pasará? ¿qué se hará? ¿cómo será la vida después de su ausencia? Los pensamientos abruman, el pasado aparece, las emociones se dan de un modo distinto al imaginado, porque ella se ha ido y no regresará. Sólo queda el recuerdo, su voz que poco a poco se desvanece en la memoria, las historias compartidas.
En Vendrá el olvido (publicado por Editorial Gafas Moradas), Sergio Faz presenta una novela cruda, familiar, de cambios y transformaciones, de tomar el control y ser libre, sin prejuicios, sin ataduras, sin dar cuenta de nada, de elecciones y vivir como la naturaleza dicte.
La madre del personaje principal muere, lo sabremos en la primera línea, los recuerdos de una infancia entre diez hermanos, en una ranchería con pocos recursos, deja poco margen para hacerlo en las mejores condiciones. Más, si enfrentas discriminación tanto en la familia como en la región. El miedo estará presente: desde morir a manos de homofóbicos, pasar días sin ver ninguna opción para vivir mejor, aprender o saber más allá de lo que ocultan esas tierras, así como enfrentar una vida donde el peligro será inminente, las enfermedades que la rondan y el desenfreno por vivir aprisa y conocer cada detalle del placer carnal sin involucrarse, habitará en el cuerpo y alma de Eleuterio, el personaje principal de esta primera novela de Sergio Faz.
«Durante mucho tiempo sentí vergüenza de haber crecido con el racismo en casa, me costó reconocerlo y aceptarlo. Tuve que nombrarlo una y otra vez.»
El teatro, el cine, la danza y la lectura salvan, dan una esperanza, transforman y dan pauta para emprender una vida en pareja, entre intelectuales y, principalmente, comenzar a conocerse y reconocerse. Además de enfrentar la gran enfermedad, esa de la que todos hablan, que se teme pero que también inconscientemente busca y encuentra: VIH.
Los sentimientos no estarán a flor de piel, pero sí lo carcomen, cansan hasta convertirse en un factor de introversión, de desinterés y la causa de la ruptura amorosa del personaje central. Eleuterio, nuevamente transmuta. Sus pérdidas se acumulan, dañan y separan; sin embargo, crece y se fortalece sin quererlo. Ahora su visión será otra.
«Tal vez en esta luz en la que floto sólo haya dolor. O tal vez la muerte es un dolor del que sé no podré huir jamás, y capa tras capa me cubre, crece hacia adentro de la piel. Este es un dolor parasitario que irá arraigándose y echará raíces hasta la hipodermis, me hará cambiar de piel para arrancarlos y mutar algún día como las serpientes. El dolor ha de darme otro cuerpo para que deje de ser este sollozo, este llanto que cubre hasta hacer llover los ojos. Y yo dejo salir el llanto, dejo que escape y llene la casa de una vez.»
Vendrá el olvido es una novela sobre la pérdida que abrasa, que duele, que no suelta. Ese sentimiento que hace reflexionar, da pauta a recorrer los pasos hechos, a echar un vistazo certero de qué fue y cómo ocurrió, dónde te encuentras, pero jamás indica el rumbo al que te llevará.
«La escritura es un oficio por el que siempre tengo la sensación de ir a ciegas, con una falta de certezas y quizás con una falsa inconciencia. Al final, lo que quiero contar surge como un texto que pareciera yacer en alguna dimensión y la novela que imagino o planeo de manera consciente suele ser muy distinta a la que escribo. 
Al comenzar a escribir Vendrá el olvido sólo tenía dos imágenes claras: el principio y el final. Comencé en 2016, dos años después de la muerte de mi madre, a modo de terapia y con la honda necesidad de entender la relación que tenía con ella, de conocerla y preguntarle algunas cosas que me habría gustado saber. Y también con el deseo de sincerarme y contarle cosas que por la barrera del pudor nunca le dije. Y sólo por poner un ejemplo, mientras que ella aceptaba o rechazaba las parejas de sus hijos heterosexuales, las relaciones de pareja que yo tenía con hombres ni siquiera se mencionaban.
En la escritura me di cuenta de que esta es como la arqueología: vamos desenterrando fragmentos de memoria, imágenes ajadas, frases incompletas que nunca lograran darnos la imagen completa de lo que fue. Descubrí que no estaba hablando sólo del duelo por la muerte de mi madre, sino también una serie de duelos encadenados: la perdida de la salud al contraer el VIH, la ruptura de la relación con la pareja, la pérdida de los recuerdos y la visión del deterioro físico como un anuncio de lo venidero; y que cada una de esas pérdidas había que reconocerla y sacar un aprendizaje antes de dejarla ir.
Al volver la vista atrás me di cuenta de lo importantes que fueron para mi formación ciertas figuras femeninas: madre, abuelas, hermanas, tías, primas, amigas y desconocidas que alguna vez vieron en mí el hambre de saber y me invitaron al teatro o a bailar sin yo tener una pisca de entrenamiento como bailarín. Descubrí el conflicto que, dada mi condición de homosexual tenía con ciertas formas de la masculinidad: hermanos, tíos, de los que huía como de la peste para encontrarme con otros hombres que tenían la capacidad de enseñarme que el mundo podía ser de otra manera. Pero, sobre todo, descubrí que mi madre siempre será una desconocida: porque el tiempo que pasamos juntos fue breve, porque lo que sabemos de las personas es –así sean nuestras madres– apenas lo que ellas nos dejan ver.
Con esta novela aprendí que las palabras tienen la capacidad de volvernos, aunque sólo sea unos instantes a esos paraísos que alguna vez habitamos. Aprendí que las palabras también pueden ser el mejor bálsamo en las noches oscuras del duelo: territorio que cuando lo transitamos parece no tener límites. Y un día, sin que sepamos de qué manera traspasamos las fronteras del duelo y la vida vuelve a latir en nosotros con toda su fuerza.»